Él vive en una oscuridad que yo ya conozco,
que habité por muchos años,
vieja amiga a la que visito de vez en cuando.
Me meto su sexo dentro
y vuelvo a abrir la puerta,
no de mi abismo esta vez,
sino del suyo.
Le observo desde fuera y desde dentro,
desde todas las alturas,
observo el mar de sus ojos,
aguas turquesas, lejanas,
repletas de una vida que jamás he visto antes
salvo en documentales.
Él elige la negrura,
meticulosamente,
ordenando sus bártulos al tacto.
Es una maravilla volver a casa,
de vez en cuando,
visitas fugaces para no sentir morriña.
Yo elegí el calor,
el trigo y la llama,
la quietud y el sonido del viento,
pero me lanzo a navegar por su pecho
y por su espalda,
escuchando el golpeteo de las copas,
y me río como una niña que juega con las olas.
Porque me sé el camino de vuelta.
Porque sé dónde está mi luz.
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