jueves, 26 de noviembre de 2020

NO HAY NADA PEOR QUE LA FELICIDAD

-No hay nada peor que la felicidad

Expresó el hombre de manera rotunda. Al ver mi mirada confusa se animó a continuar, comenzando un extenso alegato acerca de la falta de motivación. Tan sólo pasaba de camino a casa, cargada con dos bolsas de la compra demasiado pesadas, observando como el sol iba ascendiendo rapidamente en un cielo totalmente despejado, sin tregua. Aquel parque quedaba justo en mitad del camino a casa y pensé que sería buena idea atravesarlo, buscar refugio bajo sus árboles y descansar un poco en alguno de sus bancos. Sin embargo, como pude comprobar mientras continuaba mi marcha, todos estaban ocupados, uno con una pareja anciana disfrutando del intenso calor del mediodía, otro con una madre de mirada exhausta y su bebé disfrutando de un sueño reparador en su carrito. El tercer y último banco estaba ocupado por este curioso individuo, sepultado bajo una vieja manta pese a la temperatura, a través de la cual asomaban tan sólo un par de zapatos gastados y una cabeza de pelo erizado y cano. 
Comenzó a hablar inmediatamente me hube instalado a su lado, como si continuara una conversación detenida en el tiempo, casi una disertación magistral que tenía programada para ese día, a esa hora, en ese lugar, conmigo como única alumna. Así pues le dejé hablar con total libertad, escuchando atentamente cada palabra que salía de sus labios. Sin reparar en ello comencé a asentir con la cabeza, con una sensación tranquila en el pecho, relajando todos mis músculos. Me sentía como cuando uno tiene una palabra en la punta de la lengua y teme perderla porque sabe que ese y no otro es el término que lo definirá todo a la perfección 
Cuando hubo acabado su exposición aquél personaje alzó su rostro hacia la luz, cerró los ojos mostrando una sonrisa placentera y guardó silencio, satisfecho de su recital. No me molesté en responder, en cualquier caso tampoco tenía nada más que aportar. Me levanté del banco y regresé a casa directa, renunciando a cualquier otro plan que no fuera pensar con calma en lo sucedido y desmigar aquella revelación matutina.

¿Saben? Mi problema es que nunca he tenido valor para ser feliz. Recreaba una y otra vez en mi cabeza el cuento de la lechera, aquella niñita que imaginaba qué iba a hacer con el dinero que consiguiera al vender sus frascos antes de que estos abandonaran sus manos. Yo pensaba en dedicarme a escribir, antes incluso de abrir la libreta ya declaraba que comenzaría la gran epopeya humana. Me veía viviendo en mi casita de campo, lejos del ruido, publicando betsellers, siendo portada en los escaparates de todas las librerías. Pero en cuanto me sentaba frente a las hojas en blanco no conseguía hilar ni una sola frase coherente. Perdía totalmente la motivación pues en el fondo sabía que todos esos sueños eran demasiado bonitos para hacerse reales. Esto mismo lo extrapolaba a todos los aspectos de mi vida, relaciones, trabajos...era infinitamente más sencillo controlar la banalidad o sumergirme en el drama que colocar mis pies en una posición de equilibrio que me permitiera buscar soluciones óptimas a los problemas.  Me repetía a mí misma el gran aprendizaje que conseguía caminando por el lado de la carretera viendo pasar amantes, amigos, hermanos, delante mía, observando como se alejaban tras sus metas mientras yo me aferraba con uñas y dientes al arcén de la vida.

Cuando me encontré con aquél hombre en el banco, si él me lo hubiera preguntado, le habría dicho que era feliz, una alegría difusa, sin contornos claros, pero feliz al fin y al cabo. Creo que los momentos alegres son como escuchar la lluvia o el sonido del viento entre las hojas. Es una experiencia pacífica, placentera, que nos devuelve a lo sencillo pero si intentas recordar de qué manera llegó dicha felicidad no puedes precisar el momento exacto. Así me encontraba yo en aquél entonces, tenía muchos momentos. También tenía serios problemas de alimentación, un nivel de estrés que aumentaba considerablemente y pasaba días y días sin cuidar de mí lo más mínimo. 

No sé por qué aquél personaje decidió compartir su sabiduría conmigo pero al darle vueltas a su discurso no me quedó más remedio que admitir que yo era una persona feliz. Y ahí estaba, muerta de miedo, sin saber muy bien qué hacer  porque de repente tenía un plazo de entrega sobrepasado aprentándome el corazón.

"No hay nada peor que la felicidad", sigo escuchando su voz en mi cabeza. Creo que voy a pasar algunos años más dándole vueltas a esa frase. Probablemente seguiré otros cuantos intentando zafarme de la responsabilidad que cargo ahora mismo. No voy a prometerme nada.
Tan sólo pasaré por aquí de vez en cuando, informándoles del progreso.

SOMBRAS

 Sombras como losas, como imágenes borrosas, como estas nubes que no parecen querer irse de aquí. De nuevo el baño a puerta cerrada, como un...